Leer: Colosenses 3: 1-15
Si tuviéramos que identificar el factor común en nuestras crisis, llegaríamos siempre a un mismo punto: La ausencia de amor. La imposibilidad de dar y recibir amor es la característica que prevalece en un gran número de corazones.
Un corazón saciado de amor divino tomará la decisión de dar amor genuino, a su esposo(a), a sus hijos, a sus padres, a sus amigos, a sus empleados. Y es ese amor genuino el que sana, el que perdona, el que da una nueva oportunidad, el que cubre el pecado, de tal forma que el error que una vez se cometió ya no puede dañar más.
Recordemos las sabias palabras del apóstol Pablo: “El que ama no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor.” 1 Corintios 13:5
Cuando decidamos poner en acción el amor de Dios que nos alimenta y nos capacita para dar, nos convertimos en personas con características muy especiales como:
• Ser amables. No se trata de hacer esfuerzos sobrehumanos, sino de pequeños detalles que construyen la belleza de una relación.
• Perdonadores. Un corazón lleno del amor de Dios está sano frente a la ofensa, es libre para amar y puede volver a creer.
• Tiernos. Podemos compartir lo mejor que tenemos, haciendo sentir valiosos e importantes a todas las personas que nos rodean.
• Comprensivos. Cuando, rompiendo las barreras que coloca el egoísmo, nos ponemos en el lugar del otro, lo escuchamos y tratamos de entenderle, podemos no sólo disfrutar de su compañía sino ayudarle a encontrar respuestas a sus necesidades.
• Humildes. Como Jesucristo, quien, siendo Hijo de Dios, se despojó de su deidad para servir a la humanidad, así el amor nos coloca al alcance de las necesidades de los demás.
• Suaves al hablar. Una palabra suave y considerada puede resultar más poderosa que un ejército.